La vejez, paso a paso
Los viejos necesitan poco, pero ese poco lo necesitan mucho. Envejecer no es malo; envejecer, si se ha vivido intensamente, es un premio.
Cuando somos niños, vemos a los viejos bajo un aspecto que nos desconcierta y nos choca mucho. Los vemos como seres completamente incomprensibles, sin sospechar cómo se llega algún día a la vejez sin que nos hallamos dado cuenta; incapaces de determinar qué significa, más allá del aspecto físico: arrugas, canas, cuerpo encogido o contrahecho, problemas físicos difíciles de resolver, imposibilidad o dificultad en el andar, pérdida de la memoria y del habla, etc.
Al llegar a la madurez es cuando comprendemos el sentido de la palabra viejo, quizás porque lo estemos notando en nuestros propios músculos, en nuestra propia piel, en nuestros huesos, en el resentimiento de la fortaleza en general, en los cambios apreciables, aunque estos sean de una manera imprecisa. Comprendemos poco a poco que esa idea de lo inevitable, se va instalando en la conciencia, situándose en el mismo ánimo, sin percatarnos si quiera. Pero seguimos apartando los ojos, aún siendo conscientes de que, irremediablemente, el círculo de la existencia, llegada la ancianidad, se completa.
En los años jóvenes hay que prepararse para ver el hecho de ir haciéndonos mayores, sin prejuicios. La vejez es la visión de un camino final en el que ya estamos inmersos desde que nacemos y que hemos de acabar de recorrer, sintiendo a cada momento, sus recodos, sus paisajes, los encuentros, sueños, amores y desamores, las sorprendentes llegadas o las tristes ausencias... Tenemos que ser conscientes de que poco a poco notamos limitaciones, pérdidas de salud, cambios físicos importantes, desplomes del cuerpo y de la imaginación, fracasos y acosos de la memoria… cambios frecuentes de ánimos, bien sea por dolor, incapacidad o abatimiento. Paulatinamente se produce una necesaria inversión, entrando, sin darnos a penas cuenta en otra dimensión, sin dejar por eso de vivir el presente que nos corresponda, con toda su intensidad y grandeza.
Con la vejez al abandonar el medio social habitual, el viejo se coloca en una nueva realidad que puede ocasionar soledad y marginalidad. La muerte acecha con mayor premura; se agrava la dependencia comenzando a necesitar estar en manos de otros, sujetos a sus voluntades que bloquean nuestros conceptos de dignidad y autosuficiencia. La vejez quizás sea la máxima prueba a superar con inteligencia, antes de dar el definitivo adiós a la existencia. Se requiere grandes dosis de sensibilidad, generosa prodigalidad institucional, y, sobre todo amor y dedicación, para que nuestros mayores sufran lo menos posible y se despidan de la existencia con fortaleza de ánimo, con la sensación clara y reconfortante al menos, del deber vital cumplido.
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